domingo, 2 de febrero de 2014

Los malditos (Primer capítulo) de Jesús Lemus


By Porrúa On  5 agosto, 2013  · 3 Comments · In Primeras páginas
La detención
Aquell día amaneció como cualquier otro de los últimos veinte años: muy rápido y sin saber que estaría haciendo al final de la jornada. Ni en el peor momento imaginé que, llegada la noche, estaría tirado en una habitación hedionda, bajo tortura y con la certeza plena de mi muerte a manos de alguien que ni remotamente sabía quién era. Menos iba a imaginar que los próximos tres años con cinco días los pasaría en prisión. No en una prisión cualquiera, sino en una cárcel de exterminio. En una cárcel federal de Puente Grande.
Era el 7  de mayo de 2008 y como siempre me di a la tarea de organizar mi cabeza y con ella mi agenda,, para ubicar el día con las notas de importancia que me permitieran ir componiendo la primera página, la contraportada y las centrales; metódicamente se trataba de la parte más difícil por resolver y la más demandante de aquel pequeño diario local llamado El tiempo, en La Piedad, Michoacán.
El agotamiento por el trabajo era evidente, no tanto por los cierres de edición a media noche ni la cobertura informativa a destiempo, sino por la espiral conflictiva en la que estaba envuelto, luego de que el gobierno del municipio, bajo lineamentos y políticas de contentillo en materia de comunicación social, me había suspendido la publicidad oficial al considerar que la información que manejaba en mi diario era a todas luces atentatoria- ese fue el término que me escupió el titular de Comunicación Social del gobierno municipal- en contra de la imagen del alcalde.
Casualmente, aquella fecha la agenda informativa en la pequeña población del norte de Michoacán apuntaba para sacar la de ocho sin mayor problema: se había anunciado la visita de la esposa del presidente de la República al municipio, para la puesta en operación de no sé que instalaciones gubernamentales en la localidad.
Alentado por el olfato periodístico, me dirigí al sitio donde se llevaría a cabo el acto. Sin esperarlo, se me impidió el paso al lugar, no por el Estado Mayor Presidencial, que ya estaba posicionado, sino por el director de Comunicación Social del gobierno municipal, quien sarcásticamente y con una risa burlona me indicó:
-No puedes ingresar… son ór-de-nes su-pe-rio-res- me deletreó en la cara.
Tras el berrinche y la consabida mentada de madre al funcionario municipal, me retiré del lugar, en espera de buscar una nota que pudiera suplir en forma más amplia la que estaba destinada a ser la nota del día en aquella pequeña localidad.
No había caminado ni ciencuenta metros de donde se me impidió el paso cuando sono mi  teléfono.
-¿Qué onda, pinche reportero, dónde andas?- me dijodel otro lado de la línea una voz que rápidamente reconocí- Déjate caer la greña para acá- me señaló sin esperar la respuesta.
-¿Qué hay de nota?- pregunté casi por instinto.
-No mucho, pero vienen unas personas de Guanajuato y te van a pasar información de unos muertos que encontraron allá por Manuel Doblado.
-¿Cuando fueron los muertos comandante?- inquirí.
-Ahorita en la mañana. Están fresquesitos. Vente- insistió-, y sirve que seguimos platicando del reportaje que traes entre manos.
No lo dudé, Enfilé desde donde me hallaba para encontrarme con aquel comandante de la Policía Ministerial del estado de Guanajuato, quien ya sabía que estaba haciendo un reportaje sobre las nuevas rutas del narcotráfico, las cuales intentaban abrir los cárteles de la droga en esa parte del país.
En menos de 10 minutos crecé la línea que divide Michoacán para internarme en Guanajuato, con la esperanza de encontrarme con aquel policía, una de mis fuentes más confiables de esa región en los últimos dos años, quien me había prometido la nota de ocho columnas que habría de suplir el acto oficial del cual me excluyeron manera formal.
Del lado de Guanajuato el comandante y su grupo de policías ya me esperaban. Lo vi y me estacioné en la orilla del camino. Nos saludamos como conocidos que éramos.
Y fuí al grano:
-¿Dónde se encuentran los muertos. comandante?
-Me vas a acompañar a la oficina- expresó con una voz que desconocí, como si estuviera hablando con un extraño-, allí te va a decir donde estan los muertos que buscas.
No externé nada. La actitud del policía se me hizo ajena. En efecto, me había traicionado. En las instalaciones de la comandancia un grupo en encapuchados me sometió. Fui esposado de manos y pies y trasladado en una camioneta. No supe en dónde estuve las siguientes 48 horas.
Y cualquier tipo de tortura que pude imaginar- y otros que ni siquiera sabía que existían- los viví durante ese lapso eterno de tiempo.
Cada vez que recuperaba la conciencia- cuando cesaba la tortura o me entregaban un accta de incriminación para firmarla-, mi mente buscaba la razón de aquel suplicio. ¿Cuál era la causa?, ¿por qué el Estado desató su colera contra mí?
Primero me mostraron un acta en la que supuestamente yo reconocía ser parte de una célula de contrato con Osiel Cárdenas Guillén.
Después de una eterna sesión a base de golpes, toques eléctricos y la consabida bolsa de plástico en la cabeza, me presentaron nuevos documentos de autoincriminación en los que aceptaba pertenecer a una celula delictiva, esta vez bajo la denominación de Los Zetas, aunque terminaron por señalarme como integrante de una agrupación delictiva originaria de Michoacán. No firmé. Nunca acepté las afirmaciones de mis captores.


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